por CHRISTIAN JIMÉNEZ KANAHUATY
Diferencia y representación son dos criterios fundantes de la política contemporánea. Sin ellas la relación de poder entre Estado y sociedad civil, y entre partes de la sociedad civil, no tiene sentido. Pero se organiza la representación desde la diferencia racial, desde la diferencia étnica y desde los nacionalismos, además desde las posturas ideológicamente contrarias. No se puede suscribir a reducir una de ellas a una simple enunciación programática de gobierno inclusivo que logre contener su proyecto político alterno al del Estado. Por ello, la representación funciona como la mediación política de la diversidad, de la cantidad de la diversidad, mejor dicho en el campo de la política institucional, porque en el campo político no tradicional la representación funciona como participación sin necesidad de la mediación de un actor social que pueda facilitar la transición de sociedad civil a Estado.
La figura protagónica del siglo XX ha sido el partido político, tras la debacle de la fuerza del movimiento obrero, su crisis de identidad tras las políticas de ajuste estructural, y las reformas derivadas de la constitución del neoliberalismo como horizonte económico que integra las relaciones sociales, desde el polo de la individualización de los actores y desde la democracia representativa como forma imperante de gobierno que debe resolver los desacuerdos y problemas de la población, por medio de políticas públicas y una gestión empresarial de lo público.
En ese sentido, las representaciones políticas deben ser contenidas dentro de un marco analítico, al interior de un proyecto de investigación que pretenda dar cuenta de la diversidad social de una formación social históricamente constituida tras el hecho colonial; pero dentro de la gestión política que la representación de la diferencia se hace sobre la base de la capacidad que tiene la diferencia de movilizarse frente al poder instituido, para demandar políticas públicas especificas o generales, según la necesidad del momento político. Y el momento político no siempre es el mismo. Va cambiando según el número de actores que componen la estructura de dominación que se traslapa con el gobierno e intenta integrar de forma total la estructura estatal.
El Estado, como estructura, no es más que la representación total de la sociedad en una dimensión jerárquica capaz de concentrar en su interior la ilusión del poder, mientras lo ejerce y lo practica y enuncia a través de los medios de comunicación; sin embargo, el Estado también se presenta como actor político en tanto y en cuanto es subsumido por el gobierno. Y esto se debe a causas que tienen que ver con la poca representación que se logra dentro del poder legislativo o cuando el poder ejecutivo sólo presenta, dentro de su imaginario de gestión pública, un solo modelo de toma de decisiones. Así, lo que aparece como consenso no es ni siquiera un proceso de construcción de hegemonía, sino más bien una dinámica totalitaria de ejercicio de un solo tipo de poder, aquel que es derivado de las elecciones, en tanto criterio matemático que convierte a la población en estadística, limitando así los matices y las diferencias.
Otro punto es que el control se construye a partir de la eliminación sistemática de la diferencia a través de acuerdos, en algunos casos programáticos y, en otros, con arreglo a fines ya sea clientelares o prebendales. Aquí no se logra tampoco la hegemonía. Lo que se consigue es sustraer la diferencia de la correlación de fuerzas que es el subsuelo de la estructura de dominación y al hacer esto lo que se consigue es la eliminación del conflicto.
La oposición política pasa a ser parte del gobierno a medida que se van desarrollando los planes de gobierno del partido gobernante. En ese sentido, los enemigos de ayer se convierten en los amigos del presente y la alianza futura que le dará estabilidad al gobierno. Pero, inevitablemente está lógica de acción política trae como consecuencia que dentro del partido de gobierno se generen fisuras, más aún cuando el partido de gobierno surgió como un movimiento social que representaba bases sociales históricamente excluidas del sistema político.
El instrumento político que precede al partido queda en suspenso, en la medida en que la representación política se identifica con los actores políticos que pueden influir y detener los procesos de crisis institucional, así como las movilizaciones callejeras. Las bases sociales se separan del instrumento político bajo la lógica de un acompañamiento crítico para reorganizar su agenda política, su identidad y su proyección histórica en términos de subjetividad política, pero también en términos de organización social que debe velar también por sus intereses particulares. Después de todo, el instrumento político es la suma de una serie de intereses políticos regionales, locales, barriales y vecinales que se aglutinan bajo una idea fuerza que tiene que ver, en un primer sentido, con la soberanía, con la autonomía, con el reconocimiento de la diferencia y su existencia económica, al margen de las redes comerciales del mercado y, en una segunda instancia, con la capacidad de gestión del territorio, con la posibilidad de construir una alternativa al desarrollo capitalista que se sustenta en una serie de acciones empresariales que generan expropiación de los recursos naturales, dando paso a una economía por despojo, pero también a dinámicas laborales en las cuales la fuerza de trabajo va mutando hacia otras formas de explotación de los trabajadores. Por ello, lo que se piensa como procesos de organización de la diferencia alrededor de un instrumento político no es sino el resumen de la exclusión sistemática de un régimen de apropiación del territorio, de los recursos naturales, de los espacios de trabajo, de la vida y, en última instancia, de la agencia política.
Cuando sucede esta apropiación de la diferencia,por medio del partido, no queda más que volver a pensar en la autodeterminación. No como fue, sino cómo es posible llevarla a cabo en nuevos contextos, donde el partido de gobierno derivado del instrumento político es representante, al menos, dentro del imaginario de ellos mismos, los excluidos.
Finalmente, esto da como resultado que la pelea ya no es entre un grupo y otro, entre una clase subalterna y una clase dominante, ni siquiera dentro del esquema de centro o periferia. La lucha política se desarrolla al interior del partido de gobierno, al interior de aquel que gestiona la diferencia y aquel que goza de la legitimidad de aquello que por facilidad normativa se llama el pueblo.
El pueblo pelea con sus propias facciones, ya sea por la representación que le corresponde dentro del gobierno o por políticas públicas focalizadas a través de bonos y subvenciones. Lucha contra sí en una frecuencia política, porque dentro del mismo partido las distintas interpretaciones del poder se encuentran en el cómo y en el desde dónde ejercer el poder; pero también hay enfrentamiento en el momento en que las diferencias sobre el rumbo del programa político se dirimen entre una visión guiada más por la política económica y otra que, más bien, establece que el gobierno primero debe resolver la crisis política mediante una serie de medidas que tienen que ver con las políticas de la identidad.
Así, la identidad es la línea de demarcación entre la representación y la diferencia a la hora de gestionar lo público. Si se establece que la identidad es algo subsidiario al modelo económico, o si se concreta que la economía es más bien un resultado de las dinámicas culturales y mercantiles de la identidad que se desarrolla por fuera del Estado, aunque apegada a las normas propias de cada sociedad que compone desde su propia diferencia un Estado que pretende ser homogéneo y marcado por un solo y único tiempo histórico. Y es que si se establece que hay una diferencia social y regional dentro del Estado y que cada una de dichas diferencias gestiona un determinado tipo de territorio desde la diferencia, también hay que dar por entendido que cada segmento social goza de un tiempo diferente en el que produce, gestiona y reproduce tanto las mercancías como la vida política.
Esto es lo que el progresismo del siglo veintiuno parece que tiene como reto aprender. El progresismo debe desmarcarse de la lógica tradicional de la izquierda y levantar un diagnóstico sobre la especificidad social que pretende gobernar y luego establecer el modelo de control del poder que está dispuesto a construir, toda vez que las bases sociales pueden de nuevo organizarse para tomar el gobierno y el territorio sin tomar el poder o, al menos, no tomar el poder político que provee el Estado.
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