El número 02358-506 no es cualquier número. Es el número del registro del ingreso del exministro de Gobierno Arturo Murillo, acusado de lavado de dinero y soborno, al Centro de Detención Federal (FDC, por su sigla en inglés) en Florida. En las redes sociales circula la imagen de la exautoridad con una remera anaranjada de preso. Esta fotografía está articulada simbólicamente a otra donde el hombre fuerte del gobierno de Jeanine Áñez aparece exhibiendo unos grilletes, señal inequívoca de su accionar torpe y autoritario que le servía para proferir amenazas a los cuatro vientos.
Muchos calificaron de “insurrección popular” a las movilizaciones poselecciones de octubre de 2019, aunque éstas fueron orquestadas por una cruzada conspirativa que desembocó en una ruptura constitucional de la democracia. Esas movilizaciones “ciudadanas” caracterizadas por su violencia y racismo, paradójicamente buscaban “democracia”.
El perfil de Murillo cuajaba sociológicamente con estas movilizaciones. Por eso los sectores más reaccionarios le elogiaron por haber puesto “orden”, escarmentando, vía masacres, a campesinos y pobres. Él mismo fue parte de otra movilización agresiva, el 11 de enero de 2007, cuando la clase media cochabambina salió de la comodidad de sus casas/departamentos con bates de béisbol y armas cortopunzantes para golpear y expulsar a los “campestres cocaleros” de la ciudad.
El desemboque de las movilizaciones poselecciones fue la fractura constitucional. Como ocurre con todos los golpes de Estado, el perpetrado en noviembre de 2019 estuvo envuelto en un aura autoritaria. Sin ser designado aún como ministro, Murillo amenazó con cazar a los “masistas”. Esas declaraciones eran parte de la campaña de miedo que se había instalado en el imaginario de los sectores urbanos por la supuesta “invasión de los indios” a las ciudades con sed de venganza.
En funciones gubernamentales, Murillo fue uno de los principales protagonistas de la matanza a cocaleros y luego, de vecinos pobres en Senkata. Esas masacres, consideradas extrajudiciales por los organismos internacionales, mostraban el cariz autoritario del gobierno transitorio.
Murillo se erigió en un referente de esos sectores movilizados. Los miembros de la Resistencia Juvenil Cochala (RJC) — agrupación parapolicial y violenta—, convertidos en una especie de “héroes” por defender a la ciudad de los “indios cocaleros” y alabados por los sectores más reaccionarios —y sus intelectuales— cochabambinos, establecieron una alianza execrable, vía prebendas, con Murillo. La RJC fue parte de ese engranaje de terror que se armó desde el Ministerio de Gobierno para generar zozobra y miedo.
Toda esa parafernalia autoritaria fue una cortina de humo, le servía al exministro para hacer negocios turbios con dineros estatales. Al igual que muchos de sus colegas en el gabinete, Murillo montó un clan mafioso para saquear al país. Esa típica actitud patrimonialista de las élites conservadoras que siempre confundieron el país con sus haciendas o sus empresas. Ese proceder corrupto históricamente condenó a Bolivia a la pobreza.
Cuando la detención de Murillo en Estados Unidos explotó públicamente, develando (o confirmando) la naturaleza corrupta del gobierno de Áñez, la narrativa de la persecución política del gobierno del MAS se cayó en pedazos. Hoy en bloque, la oposición niega a Murillo, además, es su chivo expiatorio de los yerros del régimen transitorio y el fracaso de la movilización “democrática”. Quizás, el número 02358-506 es la metáfora de la decadencia de esa derecha anacrónica.
Artículo publicado originalment en periódico La Razón del 7/06/2021
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