por Yuri F. Tórrez
Como si ese baúl viejo y polvoriento donde se guardan los cachivaches de nuestros antepasados se hubiera abierto intempestivamente. Desde allá, empezaron a salir espectros que en varios momentos polarizaron al mundo. En rigor, fascismo y comunismo, ambas presentaban visiones del mundo contradictorias y sobre el sentido de ellas se libraban batallas encarnizadas.
Cuando se pensaba que habían abandonado el espacio político gracias a la persistencia de la democracia, volvieron, no como regímenes políticos, sino como discursos poblando las disputas políticas y electorales. Ninguna de esas doctrinas hoy refleja la movilización de masas de antes. Cuando se pensaba que el comunismo y el fascismo estaban arrinconados en grupos minoritarios, en un cerrar de ojos, resurgieron en el espacio social y político. ¿Por qué volvieron estos demonios pasados con una virulencia discursiva?
Quizás, una explicación para este retorno es el surgimiento de las ultraderechas que remozadas en ropajes contemporáneos están surgiendo en el seno de la sociedad. Movimientos ultranacionalistas, extremadamente reaccionarios con discursos ultraconservadores fundados en la xenofobia, el racismo y en posturas antidemocráticas. Y eso está ocurriendo en el viejo continente y en otros lugares del planeta, inclusive, penetraron en América Latina.
Frente al asedio de la ultraderecha que sufre la democracia, como efecto adyacente, surgió la antípoda desde los sectores populares e izquierdistas con vocación democrática para frenar estas arremetidas autoritarias. Entonces, el clivaje fascismo/comunismo retornó al escenario político/electoral.
Eso ocurrió hace poco en España. Por un lado, el llamado “a frenar la extrema derecha”, incluso, las fuerzas más radicales españolas vociferaron para el no retorno de los “fascistas” que se condensó en el eslogan “fascismo o democracia” y, por el otro lado, a modo de neutralizar este discurso, los aludidos dijeron “comunismo o democracia”. Más allá de los guarismos electorales españoles es importante reflexionar sobre el discurso antifascista que hasta hace poco era privilegio de una minoría de extraviados (los trotskistas), hoy es parte del lenguaje político generalizado de la izquierda mundial.
El avance de la ultraderecha en el espectro político a nivel mundial es un dato incontrastable que está expresando un síntoma tóxico que debería poner las barbas en remojo. Como dice el sociólogo lusitano Boaventura de Sousa Santos: “Vivimos en sociedades políticamente democráticas, pero socialmente fascistas”. Ciertamente, esos actos fascistas que se ven en Europa, en Estados Unidos de Trump y en el Brasil de Bolsonaro, son señales inequívocas que la ola de la ultraderecha está impregnando la vida democrática.
Si hablamos de esta tendencia fascistoide en el orbe, Bolivia no es la excepción. Algunas movilizaciones en el contexto poscrisis electoral de 2019 expresaron estas pulsaciones negativas e intolerables. La imagen más dramática y, a la vez, más ilustrativa de esa tendencia, fue aquel acto perpetrado por grupos de violentos —articulados a la movilización ciudadana que decían defender la “democracia”—, agarraron virulentamente a la exalcaldesa de Vinto y como si fuera parte de un ritual de escarmiento, le cortaron la cabellera, le rociaron con pintura roja y la exhibieron públicamente. Un acto vergonzoso e inaceptable que sigue en la impunidad. Entonces, la violencia de la extrema derecha coexiste entre nosotros, pero, al mismo tiempo, hay una voluntad democrática mayoritaria para evitar su propagación, por lo menos, en Bolivia.
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