por MARIO S. PORTUGAL-RAMÍREZ
El COVID-19 continúa cobrando vidas alrededor del mundo, aunque ello no ha detenido los procesos electorales. Desde el 2020, se han celebrado sufragios con medidas de bioseguridad que resultaron más efectivos en algunos países que en otros. No obstante, varios de estos procesos no tuvieron como principal obstáculo a la pandemia, sino a la “infodemia”, es decir, el exceso de información, tanto online como offline, que en muchos casos es tergiversada, incompleta o totalmente falsa.
De esta manera, los programas políticos quedaron en un segundo plano frente a los rumores vertidos sobre las intenciones del candidato opositor. Son llamativos los ejemplos de EE.UU. y más recientemente el Perú. En el país del norte se decía que el expresidente Donald Trump libraba una batalla secreta contra un grupo de pedófilos de alto perfil, conformado por celebridades y políticos opositores; mientras que en el Perú se denunciaba un supuesto giro hacia un régimen comunista si ganaba el candidato Pedro Castillo.
Sin embargo, lo más preocupante de la avalancha de desinformación ocurrió luego de los procesos electorales. Las denuncias de fraude se esparcieron gracias a redes sociales y servicios de mensajería, despertando la desconfianza en los votantes. Hasta la fecha, el excandidato Trump mantiene que le hicieron fraude, idea reiterada por muchos de sus votantes. En el Perú, la candidata Keiko Fujimori ha decidido que lo que no ganó en las urnas lo hará a través de los tribunales, a pesar de que sus denuncias de fraude han sido desestimadas por falta de pruebas.
El caso de Bolivia es complejo. En el 2019, las elecciones presidenciales fueron anuladas por un supuesto fraude electoral. La acusación se respaldó en un informe de la OEA, organización internacional que ha demostrado ser selectiva a la hora de pronunciarse sobre la situación política de cada país. Dicho informe se tomó como palabra final, en lugar de servir como insumo para una investigación que aclare las acusaciones. Después de una inédita y forzada transición constitucional, el nuevo gobierno en el poder quiso sustentar su legitimidad en el informe, pero no hizo nada para demostrar o refutar el doloso acto. Para fines del 2020, se habló de fraude incluso antes de las elecciones, a pesar de la renovación del Órgano Electoral Plurinacional.
En los tres países, la calumnia del fraude ha creado un clima de desconfianza difícil de enmendar. Los medios se llenaron de imágenes que solo causaban estupor: partidarios de Trump asaltando el congreso, bolivianos orando de rodillas frente a los cuarteles, y cientos de peruanos marchando para anular las elecciones.
El discurso del fraude se ha convertido en una peligrosa arma utilizada por la clase política para desestabilizar los procesos electorales. Dicho discurso se repite sin importar la ideología política: recordemos, por ejemplo, al candidato de izquierda Yaku Pérez en el Ecuador utilizando el mismo argumento.
Preocupa de sobremanera que quienes propagan estas falsedades no solo no han demostrado sus acusaciones, sino que han quedado impunes luego de poner en peligro a sus países. A futuro, esto será contraproducente para las democracias, pues la población acudirá a todo proceso electoral con desconfianza, temiendo que se gesten sendos fraudes antes de votar.
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