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Imagen: eldiario.es
Cochabamba –como La Paz y Sucre–, entre 1878 y 1879, soportó una peste que diezmó a la población. Cavaron fosas comunes, el cementerio desbordó de cadáveres. Para la élite oligárquica esta peste era la pandemia del cólera morbus que venía de Asia y Europa haciendo estragos, igual que el coronavirus (COVID-19). Posteriormente, los historiadores coincidieron que no fue el cólera morbus, sino el tifus, conjuntamente a la hambruna ocasionado por la sequía, la que provocó la devastación sanitaria. Esta calamidad pública fue usada con fines biopolíticos (diría Michel Foucault): para el control social y el disciplinamiento individual. Por ello el uso del miedo, con fines políticos, fue decisivo.
El uso del miedo a la expansión del supuesto cólera morbus sirvió para disciplinar a la población, especialmente a la plebe. Entonces, esta peste se convirtió en un pretexto civilizador. Así, se configuró no solamente un discurso sanitario, sino un discurso moralista y un discurso político para someter a la población. Así se construyó el discurso del chivo expiatorio: la plebe a la cual se urdió un discurso estigmatizador, atribuyendo a sus hábitos insalubres como la causa de la peste sanitaria. Esta estigmatización posibilitó a la élite tener un control biopolítico, en nombre de la “higiene”, el “progreso” y las “buenas costumbres”, control para ocupar física y simbólicamente el espacio urbano público cochabambino. Esta mirada al pasado es insoslayable para detectar conexiones discursivas en el manejo biopolítico del coronavirus (COVID-19).
Ese discurso del miedo a la pandemia apela al estado de excepción, privilegiando el “orden y la seguridad”, inclusive totalitario. Yuri F. Tórrez
Ya sabemos, el miedo y la esperanza tienen el poder de cambiar el mundo, aunque por caminos diametralmente opuestos. En el curso de esta crisis sanitaria por el COVID-19, los diferentes gobiernos asumieron el discurso del miedo o, por el contrario, el discurso de la esperanza. Así, por ejemplo, el presidente en ejercicio del Ecuador, Otto Sonnenholzner -quien remplazó a Lenín Moreno que en medio de esta crisis sanitaria se refugió en Galápagos por razones de salud, propaló un discurso tranquilizador: “No perdamos la esperanza”, decía uno de sus tweets. Ecuador registra los datos más dramáticos de América Latina del coronavirus: 1,627 personas infectadas y 41 fallecidos. Mientras tanto, Jeanine Añez, titular del gobierno boliviano de facto, en un tweet exigía que “la cuarentena es una medida muy dura y tenemos que llevarla con disciplina”. Este mensaje recurre al miedo, era previsible, ya que desde el golpe de Estado este gobierno demostró su cariz autoritario. Entonces, su estrategia política de procesar la crisis sanitaria solo confirma su rasgo despótico. Ese discurso del miedo a la pandemia apela al estado de excepción, privilegiando el “orden y la seguridad”, inclusive totalitario, a sabiendas de la subjetividad de los sectores conservadores de la sociedad.
Desde su inicio, la política represiva del gobierno de Añez no respetó la vida: masacró a gente pobre como parte de su estrategia disciplinaria. En el orden simbólico, los estigmatizó racialmente llamándolos “salvajes”. No es casual, por lo tanto, en el contexto de la crisis sanitaria, que el gobierno –en complicidad con varios medios de comunicación—haya desacreditado a los vecinos alteños, porque alguno de ellos desobedecieron la cuarentena, llamándolos nuevamente de “salvajes”. Acto seguido, en un acto biopolítico, militarizó la urbe alteña, territorio de resistencia al golpe de Estado de noviembre, en nombre de la salud pública. Valga la ironía, en la urbe alteña no hay ningún caso de infección por el coronavirus, mientras que Santa Cruz –en su capital se gestó el golpe de Estado–, es el departamento con más infectados de la pandemia en Bolivia.
Esta estrategia autoritaria de control biopolítico de la crisis sanitaria obedece a que este gobierno carece de la legitimidad democrática y, por lo tanto, es difícil que apele a un discurso de convencimiento para que los bolivianos se queden en sus casas. Este gobierno, que masacró y hoy usa el discurso de “salvar vida”, provoca un ruido, por eso recurre al miedo, mecanismo coercitivo para hacer respetar la cuarentena. En un contexto de polarización, las derivas represivas del miedo son peligrosas por sus desenlaces imprevistos para la democracia y la propia vida de los bolivianos.
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