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El autoritarismo en tiempos de coronavirus







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Imagen: ERBOL

Un día después de que Evo Morales renunciara a la presidencia, el 11 de noviembre de 2019, en Bolivia existió un vacío de poder: policías amotinados y militares encuartelados. En este ambiente cundió en los sectores urbanos una suerte de psicosis. En un abrir y cerrar de ojos, la vieja idea de “la invasión de los indios” anclada en el imaginario colonial se reactualizó, provocando pavor por el “otro”. Este espectro inquietante fue azuzado previamente en la movilización de sectores urbanos opositores al gobierno de Morales, conocidos hoy como “pititas”. Conjuntamente con discursos de defensa de la democracia y del voto, los movilizados arengaban consignas racistas.

La idea de que los “indios vienen” fue avivada, entre otros, por una autoridad policial que instó a los vecinos a organizarse para protegerse. La noche del 10 de noviembre parecía una película de terror: las sirenas sonaban enloquecidas, se escuchaban griteríos, vecinos temerosos armados con palos y bates porque “los masistas” venían sedientos de venganza. Era solo un fantasma monstruoso construido para generar miedo.

Ese pánico urdido por los golpistas sirvió/legitimó para militarizar Bolivia: helicópteros rondaban por los cielos atemorizando. Con base en esta psicosis mediatizada por los medios de comunicación y las redes sociales, se configuró un ambiente propicio para instaurar un régimen autoritario, que consintió a grupos paramilitares (vgr. los motoqueros), masacró a campesinos, persiguió a adversarios políticos y silenció medios de comunicación alternativos. En suma, se convirtió en un gobierno orwelliano.


El autoritarismo no solo es gubernamental, esta epidemia también ha puesto en evidencia las miserias de la sociedad, incluso de los sectores populares. Yuri F. Tórrez

Entonces, el arribo del coronavirus COVID-19 a Bolivia encontró un terreno abonado para que los discursos apocalípticos de esta pandemia tengan un mayor eco. Este virus le vino como anillo al dedo para el gobierno de Jeanine Áñez, pues le permite reforzar su cariz autoritario. Hoy el discurso gubernamental sobre esta pandemia se ha convertido en un dispositivo de “biopolítica”. Como advertía Michel Foucault, en nombre de la protección colectiva se controlan los cuerpos, se delinean fronteras reales o imaginarias a la salud. Así, este ambiente de psicosis le permite al Gobierno transitorio ensanchar sus tentáculos interventores y represivos sobre la sociedad a nombre de la salud pública.

El autoritarismo no solo es gubernamental, esta epidemia también ha puesto en evidencia las miserias de la sociedad, incluso de los sectores populares. Como diría Boaventura de Souza Santos: “Vivimos en sociedades democráticas, pero socialmente fascistas”. Así, la movilización de las “pititas” se expresó en un hostigamiento condenando a muchos a una cuarentena.

A propósito del COVID-19, hoy se reproducen esas degradaciones humanas. Por ejemplo en Santa Cruz ningún hospital acogió a una enferma con coronavirus. En Oruro, una portadora de este virus está siendo acosada. En Cochabamba, vecinos de La Tamborada, muchos de ellos con barbijos, rechazaron que la Villa Suramericana se convierta en un lugar de aislamiento para los pacientes con coronavirus. Y lo mismo ocurrió en El Alto.

El cientista social Jean Dupuy señala que un “fenómeno de pánico” se desata cuando surge la noticia de un posible contagio masivo, las masas se individualizan y lo social se fragmenta, sobre todo en contextos autoritarios. Aparece la irracionalidad, el miedo y el pánico como reguladores sociales. Las epidemias, más que un problema biológico, son una cuestión de moral, una moral decadente, diríamos; escenario que Albert Camus retrató en su novela La Peste.

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