por Christian Jiménez Kanahuaty
Estamos, sin duda, viviendo acontecimientos interesantes. Tras la victoria del MAS en las elecciones del 18 de octubre de 2020 en Bolivia, se abre el esquema a un nuevo modo de interpretar lo electoral. Ya no como el acto conservador por excelencia que conduce la energía social de la multitud desplegada en las calles al redil del cómputo electoral, sino que lo electoral en sí mismo se convierte en revolucionario, porque interpreta la realidad y avanza con ella hacia la profundización desde las urnas de un nuevo tipo de militancia. Una militancia que actúa en ambas frecuencias de la arena social. Por un lado, la arena del conflicto, cuya frecuencia se distorsiona constantemente debido a las demandas sectoriales y a las políticas de la identidad y, por el otro lado, la frecuencia de lo electoral que traduce la demanda en voto, pero atendiendo a que la agenda política de la campaña electoral es un mínimo común denominador, dado que en el esquema de la participación política y la subsecuente representación legislativa, lo que interesa es el gobierno desde la institucionalidad estatal que aparenta gobernar para la mayoría.
En este sentido, lo que tenemos es un esfuerzo político desde las organizaciones sociales, vecinales, campesinas e indígenas, ya no sólo por reconducir el proceso; más bien, por hacerse de él. Aprender de él y aprehender el instrumento político para renovar desde las bases las prácticas políticas. Esto, sin embargo, interroga sobre lo que significa hacer política en el nuevo siglo en Bolivia y, en general, en la región andina, toda vez que la crisis económica pasan factura a la crisis de la identidad que, a su vez, esculpe nuevos niveles de articulación social, campesina e indígena.
Las organizaciones matrices han pensado en Bolivia, el modo en que se podía dar un “gobierno de los movimientos sociales”. La respuesta a esta propuesta tarda en llegar desde el campo intelectual, pero desde el terreno de la política las experiencias han rebasado el mandar obedeciendo, porque han construído al Estado primero y, como no podía ser de otro modo, bajo un esquema de refundación estatal, en un sistema altamente burocrático; en segundo lugar, administrado tanto vertical como horizontalmente, este doble desplazamiento en el eje de posiciones que funciona, según tiempo y materia, sobre los temas sobre los cuales se debe legislar.
Así, hay temas que responden a una lógica vertical, porque se trata de administrar la economía y reorganizar el régimen sobre la tenencia de la tierra; pero hay otros temas que se desarrollan de manera horizontal, debido a que hay más actores en disputa y se debe, como en el reconocimiento de los derechos de las diversidades sexo-genéricas, incluir a más sectores en la discusión. Pero aquí está la clave: reconocer no significa incluir e incluir no necesariamente significa otorgar margen de decisión. Ambas formas de construcción de lo público y de reorganización de lo común pasan por la presencia institucional y cotidiana en el debate político, en la arena institucional y en el imaginario social. Se podrá tener presencia parlamentaria, pero si la idea no cuaja en el imaginario social, la demanda no termina de cristalizarse porque no goza del respaldo de lo popular. Una idea política no es sólo la puesta en escena de un debate, es la emergencia de un futuro.
El futuro, hoy en Bolivia, puede estar en disputa, pero no en términos de distribución del excedente o de la crítica a la acumulación por despojo, ni sobre el destino de los bienes culturales que representan la plurinacional como objeto del poder político de organizaciones sociales que sobre todo actúan en el territorio del altiplano. La disputa se presenta desde el campo social.
El recambio de las bases políticas de las organizaciones sociales es el reto de la política presente y si bien parece ya superada la noción del “gobierno de los movimientos sociales”, lo que no parece resuelto ni superado es el modo en que las organizaciones sociales pueden no sólo acompañar el proceso de cambio, sino incidir en él y el modo en que el proceso de cambio debe ajustar su agenda, según cada territorio donde pretenda actuar. Así, lo que se presenta es que no existe, un solo proceso de cambio, sino que existen muchos procesos de cambio que funcionan al mismo tiempo y en distintos tiempos históricos y con distintas lógicas, enfrentándose a diversos actores que actuarán desde sus lugares para hacer la resistencia a una empresa que ya no es responsabilidad simplemente de un partido político.
Esperar un ciclo de protestas es esperar una renovación de la agenda de las demandas. Y es establecer los puntos mayores y menores en las negociaciones sobre temas problemáticos; pero también implica esperar que el tejido social en Bolivia se construye desde el conflicto, porque es en la crisis desde donde se piensa en el tipo de liderazgos y en el modo en que se redistribuirá el ejercicio de las decisiones políticas.
Así, lo que parece ser un modo inédito de vivir en el país, es una inteligencia social que demuestra que la sociedad actúa conforme a una agenda que no se revela sino hasta el último momento. La crisis de legitimidad del sistema de partidos se ve sostenida por la victoria del MAS, pero no hay que confundir la legitimidad sobre el sistema de partidos, que es la legitimidad que se le otorga a uno de ésos partidos políticos; lo que significa es que el sistema de partidos pasa a ser un bipartidismo atenuado, y que, además, presenta el rasgo de interpretarse a sí mismo con el objetivo de ver desde dentro los límites de la plurinacionalidad que emergen desde la calle y desde las organizaciones. Finalmente, presenta un dato nuevo: son las organizaciones las que recuperan el sentido de lo democrático y el significado de la lucha política, entendiendo que la victoria electoral abre el camino para victorias institucionales y que ellas, a su vez, deben aperturar el escenario de la deliberación callejera. El ciclo se abre y se cierra en las calles, pero con la mediación del campo político institucional; lo que en otras palabras significa que hoy, a diferencia del pasado, lo institucional es el instrumento de las organizaciones. El gobierno de los movimientos sociales no se trataba, al parecer, de que las organizaciones y movimientos sociales ingresaran al Estado, sino que desde sus lugares de ejercicio de la política condicionaran el movimiento y acciones del aparato estatal.
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