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Imagen: lostiempos.com
Muchas banderas blancas aparecieron colgadas en las puertas rústicas, en las ventanas rotas, en las paredes desportilladas y en los muros de adobe de las casas abatidas por la pobreza. En Llallagua, estas banderas no significan el cese bélico o algún armisticio, no hay guerra (aunque el gobierno de Jeanine Áñez tiene su propia guerra y persigue a sus contrincantes políticos). Aquellas banderas blancas sacudidas levemente por la briza otoñal son íconos del hambre.
A finales de abril, a dos semanas del “encapsulamiento” en la ciudad cruceña de Montero, una niña de 12 años decidió suicidarse. “Me quiero morir”, le dijo a su mamá. Ella no comió nada en dos días. Esta noticia conmovió a Bolivia. Una muestra dramática de una hambruna extendida.
La cuarentena forzada, necesaria en muchos casos, está condenando al hambre a los más pobres; a aquellos que comen el pan de cada día con el trabajo diario. Para ellos, el confinamiento es atroz. La FAO pronostica que el hambre puede atacar a 100 millones de personas más: “una epidemia espeluznante solo para pobres”, dice el periodista Martín Caparros. “Necesitamos ayuda para comer”, es el mensaje de las banderas albas. Es el límite del hambre. No es solo una estrategia usada en Llallagua. Se ha propagado en varios confines pobres de América Latina desde que se desató la crisis sanitaria provocada por el COVID-19.
En Llallagua tiene su propia peculiaridad. Allí se ensambló un circuito comunicacional de solidaridad. Comienza en las casas de adobes donde el hambre se hace insoportable. En su desesperación, los hambrientos cuelgan las banderas blancas. Luego, en la web “Llallagua Noticias” se suben fotografías de esas casas con las marcas del hambre; ponen su ubicación exacta en el mapa de Google, o la imagen del inmueble y sus coordenadas: “al frente de la casa azul”, por ejemplo. Mensajes solidarios acompañan las imágenes: “Una familia de escasos recursos necesita tu ayuda. No tienen que comer, solo están con agua”. Posteriormente, las personas, la mayoría pobres, responden al mensaje: “Mañana pasaremos por su domicilio a dar nuestro aporte, gracias por la información”. En muchos casos, quienes aportan sacan fotos como un registro de su gesto solidario.
La cuarentena forzada, necesaria en muchos casos, está condenando al hambre a los más pobres; a aquellos que comen el pan de cada día con el trabajo diario. Yuri F. Tórrez
Esta ayuda mutua se desperdiga en varios barrios periurbanos y también en el campo. Allí se refuerza el tejido solidario que han heredado de sus abuelos. Es la lógica del “el pueblo salva al pueblo”, o aquella otra que dice: “solo nos tenemos a nosotros mismos”. Las banderas blancas son símbolos de la crisis alimentaria en tiempos de pandemia. Pero, al parecer, el Gobierno transitorio se niega ver.
Estos actos solidarios se convierten así en gestos que cuestionan a un Gobierno incapaz de administrar la crisis sanitaria y, peor aún, resolver la crisis alimentaria; procurando zanjar la hambruna con represión, oraciones, ayunos o bonos exiguos. Quizás un Gobierno democrático emanado de las urnas hubiera generado los consensos necesarios con distintos niveles gubernativos y, sobre todo, con los sectores sociales/populares para articular este tejido social solidario, y así enfrentar adecuadamente al COVID-19 y al hambre.
Volviendo a Llallagua, una foto conmovedora de una señora palliri, hoy sin trabajo por la cuarentena, recibe con lágrimas los alimentos en la puerta de calamina oxidada de su casa. Allí colgaba una banderita hecha con plástico blanco; como otorgándole razón a uno de los pensamientos de Umberto Eco: “el símbolo es un signo cuyo significado desborda al significante”.
Artículo publicado originalmente en Períodico La Razón del 12 de mayo del 2020
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