por AILYNN TORRES SANTANA
El 11 de julio (11-J) del 2021 iniciaron en Cuba protestas sociales. Se desplegaron de forma encadenada desde San Antonio de los Baños (provincia de Artemisa) y Palma Soriano (provincia de Santiago de Cuba) hacia otros lugares del país. Trazas digitales muestran que las redes sociales tuvieron un papel principal aunque no exclusivo en ese proceso; ejercieron una suerte de efecto de contagio de un territorio a otro o fueron directamente vía de convocatoria. Por lo mismo, lo sucedido se conoció rápidamente fuera de Cuba a través de “directas” en redes y la viralización de contenidos en perfiles personales y de medios de prensa extranjeros no oficiales.
En las redes circuló y circula una inmanejable cantidad de información que rápidamente se volvió una madeja difícil de procesar. Empezaron también a producirse fakenews con trozos de verdades y mentiras. La lógica espectacular y enfrentamiento a las fakenews fue el precio a pagar por acceder a la información vía el periodismo ciudadano. Mientras, los medios oficiales reportaban en exclusiva la línea de discurso gubernamental.
A la fecha, el gobierno habla de “disturbios” mientras que otros de “estallido social”, en la horma de los levantamientos populares en América Latina durante 2019, 2020, 2021. Llámesele o no un estallido, lo sucedido en Cuba se desparrama sobre la región. Nadie ha quedado en silencio. Y es que la política del país sigue siendo un parteaguas en las imaginaciones, pulsiones, programas y argumentos políticos en Cuba, América Latina y el mundo.
Incontables artistas, influencers, intelectuales y políticos de distinto signo se han pronunciado. Desde el neoconservador Agustín Laje —quien ha hecho una diatriba sobre lo que llama “el mito del bloqueo” de Estados Unidos a Cuba y ha dicho que en Cuba “ha despertado una patriada” contra el “zurdaje”—, hasta Residente (Calle 13), Noam Chomsky, Alexandria Ocasio-Cortez, Frei Betto, Ignacio Ramonet, Claudia Corol, Gerardo Pissarello, Gayatri Chakravorty Spivak y una larguísima lista.
En la arena internacional Cuba despierta pasiones polares que son, hay que decirlo, caricaturas. Unos afirman de tajo que las protestas sociales de los días pasados son en exclusiva un complot estadounidense amplificado por la espectacularización de los medios, y que lo único cierto de estas jornadas es que hay un ataque contra la Revolución Cubana. Otros celebran el “fin de la dictadura” y/o ven cumplirse, vía quienes se manifestaron, sus profecías de “fin del régimen”. Hay también, es justo reconocerlo, intentos de problematización y acompañamiento crítico.
Desde Cuba —la que está dentro y la que está fuera de la Isla— la trama es más intensa y compleja. Y es que nos va la vida material, espiritual, política y moral en ello. Para el gobierno, las protestas fueron un instrumento de desestabilización de contrarrevolucionarios, orientados desde Estados Unidos, que se aprovecharon y manipularon el descontento de personas con necesidades insatisfechas o de grupos confundidos. Para una parte del pueblo, esas jornadas fueron un despropósito porque agudizan la crisis que vive el país. Otras voces, diversas a su interior, defienden la urgencia de una —improbable— intervención humanitaria y/o militar que resuelva la crisis de escasez de medicamentos y alimentos y auparon las manifestaciones, muchas veces desde fuera de Cuba, como realización de sus propias aspiraciones. No quieren diálogo con el gobierno y, en sus extremos cada vez más audibles, advierten que lo que toca es “plomo contra los comunistas”; hacen listas de “oficialistas”, “comunistas asquerosas” o de toda persona que no cumpla con sus estándares políticos.
Para otras personas, actores, grupos, ningún tipo de intervención es admisible y su sola enunciación es condenable. La línea anti-intervención logra niveles importantes de consenso pero tiene diferencias a su interior. Una parte de ella rechaza las protestas, por considerarlas un riesgo que podría conducir a la restauración capitalista en el país. Otra, exige escuchar al pueblo en las calles y abrir un proceso de diálogo cívico porque no cree que quienes se manifestaron sean ventrílocuos de la política de Estados Unidos. Por el contrario, entienden las protestas como una expresión de hartazgo de al menos una parte de la sociedad cubana con: la imposibilidad de sostener materialmente su vida; el estrechamiento acelerado de las “zonas de igualdad” (específicamente la de los servicios e insumos relacionados con la salud pública) que antes amortiguaban las crisis sucesivas que vive Cuba desde los 90; la ausencia de garantías, o garantías insuficientes, para derechos civiles y políticos de asociación, participación, expresión; la ausencia o inefectividad de respuestas institucionales de cara a su creciente precarización; la convicción de que esa situación insostenible, se sostendrá.
Ese mapa de posturas no es uno fijo ni cerrado. Hay más. Y los sectores mencionados a veces fluyen y se imbrican y cambian rápidamente. Da, sin embargo, alguna idea del panorama.
Agendas, actores, violencias
El 11-J, poco después de iniciadas las protestas en San Antonio de los Baños, el Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, llegó a ese territorio. Así dio continuidad al repertorio que había personificado Fidel Castro en 1994, cuando el “maleconazo”: una protesta popular en La Habana que reaccionaba a la crisis de aquel entonces.
Poco después, Díaz-Canel habló en televisión nacional. Explicó las protestas (en ese momento aún no expandidas en tantos territorios) como parte de un intento de “golpe blando” o “guerra no convencional” organizada desde Estados Unidos, aunque expresó que también se manifestaban “revolucionarios confundidos” y “personas con necesidades insatisfechas” que habían sido manipulados por los “contrarrevolucionarios”.
En la misma alocución dijo: “las calles son de los revolucionarios”, “la orden de combate está dada” y “estamos dispuestos a todo”. Por ello recibió fuertes críticas. La intervención fue leída como un autorizo a la violencia entre civiles. Violencia que de hecho ocurrió y hubo de todo: civiles que salieron por cuenta propia a enfrentar las manifestaciones porque vieron en ellas peligro para sus ideas políticas o la soberanía de Cuba; civiles que fueron llevados y convocados (por instituciones laborales y políticas) a hacerlo; fuerzas del orden vestidas de civiles que actuaron parapolicialmente. Hubo violencia y la pregunta sobre esa violencia importa; su magnitud, sus actores, sus vías, sus escenarios.
Las protestas habían comenzado de forma pacífica y existen registros de que así transcurrieron en muchos territorios. Hubo también daños a la propiedad, especialmente a patrullas policiales y comercios estatales, mayoritariamente a los que funcionan en Moneda Libremente Convertible. Hubo violencia entre civiles, y entre manifestantes y fuerzas policiales uniformadas. Todo eso pasó. Pero la narración oficial ha hecho zoom sobre la violencia de manifestantes contra civiles defensores del gobierno, la policía y la propiedad estatal. Así ha ignorado las manifestaciones pacíficas y la violencia ejercida contra quienes se manifestaron, de la cual hay numerosos registros. De eso se ha hablado mucho en los últimos días. Se ha intentado menos conectar las violencias de esas jornadas con las otras que existían antes y que existen después.
Geopolíticamente, es parte de estas protestas la violencia que se ejerce contra Cuba (la sociedad y el Estado) por parte de los gobiernos de Estados Unidos vía el bloqueo (económico, comercial y financiero) y las políticas de desestabilización (fondos federales para “cambio de régimen”). Hay en esa política, más recia en los últimos tiempos, un uso sistemático y unidireccional de la fuerza que expropia al sujeto colectivo Cuba, de su soberanía. Esa violencia cuenta no solo por la asfixia que implica sino por la forma en que se encadena con otras.
Visto desde dentro, desde abajo y mirando a los ojos de quienes de manifestaron, la violencia en las jornadas de protestas no puede entenderse separada de aquella que les despoja, cada día, de sus condiciones materiales de la existencia. Poco importa que, como dijo el Presidente, los cortes de electricidad, la falta de medicamentos y alimentos no sean una estrategia alevosa del gobierno cubano contra el pueblo. Las personas pueden comprender las razones de la crisis y el papel del bloqueo en ello. Pero lo que importa, en la escala de la vida, es que esas vidas no se pueden sostener.
Importa también, que está comprobada una sistemática ineficiencia del gobierno cubano en el diseño e implementación de las políticas económicas. Importa el ralentizamiento inaudito de la reforma en el agro, mientras se destinan millonarios recursos a ampliar sin sentido económico la infraestructura hotelera. Importa la ruta zigzagueante e incomprensible de medidas que afectan a las personas para vivir su aquí y ahora y que aumenta dramáticamente la incertidumbre. Importa la reducción comprobada de la asistencia social en la última década. Importa el declive por treinta años del valor del salario real y que está siendo más agudo después del inicio de la Tarea Ordenamiento. Importa la ausencia de derechos laborales en el sector privado porque no hay regulación para ello, y la reticencia absurda al funcionamiento y reconocimiento de las pequeñas y medianas empresas con regulación estatal eficiente. Importa también el inaudito freno a la expansión de cooperativas no agropecuarias que realmente funcionen como cooperativas y que encarnen formas productivas democráticas. Importa el desinterés por la democracia obrera y el sentido de los sindicatos. Importa la imposibilidad de crear asociaciones con reconocimiento legal y la lentitud en aprobar una nueva ley de asociaciones que permita la formalización de la trama densa que la sociedad civil cubana realmente tiene. Importa que los documentos rectores más importantes de la reforma económica y social y los congresos partidistas no tengan en el centro la discusión sobre la pobreza y la desigualdad en Cuba. Importa la opacidad sobre temas que a la gente la preocupa y sobre los que se podrían aportar muchas soluciones. Importa el secretismo, la falta de transparencia, la criminalización de los activismos diversos como si fueran, sin duda y de inicio, un peligro para las instituciones y el gobierno mismo. Al menos una buena parte de las oraciones de este largo párrafo incompleto, podrían ser temas que se asuman junto y a pesar del bloqueo estadounidense que, además, seguirá ahí por tiempo indefinido y para nuestro perjuicio.
Una parte de ello, al menos, estuvo en juego en las protestas, aunque algunos quieran instrumentalizarlo y otros desentenderse. Se pidió “medicinas”, “comida”, “vacunas” y “libertad”. Se dijo que “pueblo unido jamás será vencido” y “no tenemos miedo”.
Durante las protestas se cometieron actos tipificados como delitos, entre ellos, los saqueos y ataques contra los comercios en MLC. Advertir que fueron esos y no otros —negocios privados, por ejemplo— no justifica el daño público pero permite entender parte de su gramática. En la prensa estatal se ha dicho que se hurtaron principalmente equipos electrodomésticos de alto valor y que eso demuestra un acto de lucro y no de necesidad. Dándolo por cierto, ese dato desconoce cómo funciona la economía popular y las vías por las cuales se puede obtener ingresos vendiendo luego esos equipos, o satisfacer necesidades de consumo (para nada ajenas a las lógicas de los mercados y capitales simbólicos cubanos) vedadas para las clases populares. Pero, además, en los mismos videos mostrados en la televisión nacional se observa lo contrario: personas llevándose, además de equipos electrónicos, colchones, refresco, jabones, papel sanitario. En uno de los videos de esos saqueos se escuchaba: “todo eso es del pueblo”. Alentar el robo y el saqueo es un acto criminal; robar y saquear es un delito; desconocer la violencia económica que al menos parte del pueblo vive y que se debe a razones externas e internas, también lo es.
Existen, como ha repetido el gobierno, “canales establecidos” para expresar “insatisfacciones” o necesidades. Pero esos “canales establecidos” no funcionan o ya no son legítimos y eso no tiene que ser un problema. Las instituciones se deben a la gente, y no al revés. Si luego de las protestas se insiste en que la única oferta para canalizar ese hartazgo son los “canales establecidos”, en la práctica lo que eso significa es que están clausuradas o son inaceptablemente angostas las posibilidades de tramitar los conflictos y las necesidades. Los “canales establecidos” no son nunca, en ninguna sociedad, la única forma de intervenir en la vida pública. La organización de la sociedad civil durante los tornados, los ciclones o las emergencias ha desbordado desde hacer muchos años los “canales establecidos”. Para eso y para mucho más, las personas deben y pueden explorar vías, espacios, repertorios que sientan que les representen y que ayuden a tematizar y politizar agendas generales y específicas.
Esas últimas, de hecho, también estuvieron en las protestas cubanas. Un ejemplo clarísimo es el de mujeres trans que, en voz propia, argumentaron su presencia en las protestas. Su agenda declarada: escasez de comida y alimentos, acoso policial a las personas trans, discriminación social hacia ellas, necesarias políticas laborales específicas para la comunidad trans, inexistencia de condones para asegurar sus derechos sexuales y reproductivos. Buscaron allí un espacio de dignificación de su existencia y contra las violencias generales y específicas hacia ellas. Desde distintas orillas intentarán instrumentalizar eso, cooptándolo o despachándolo, pero “la política no cabe en la azucarera”.
Hubo y hay violencia también después. Apagón tecnológico y telefónico. Personas, sobre todo mujeres, recorriendo las estaciones policiales para tener información de sus seres queridos, interponer recursos, llevarles provisiones. El presidente reconoció que podrían haberse detenido personas injustamente pero muchas, inocentes, tienen causas ya en su haber. Hoy, 15 de julio cuando escribo estas líneas, hay personas detenidas de las que se desconoce su paradero.
Hay también violencia en las redes sociales. Una disputa por clasificaciones y reclasificaciones arbitrarias. Una misión expresa por aniquilar la diferencia y encuadrar las interpretaciones. Hay saña en cada carácter, cada coma, cada captura de pantalla para demostrar culpabilidades. Hay anuncios del día final, de la brutalidad con la que se acabará con “los comunistas”, con quienes quieren “dialogar con la dictadura”, de “la gusanera”, con todos, con todas.
“La mala víctima”
Ser reconocido como víctima es, hasta cierto punto, un privilegio. Significa que estás, se te ve, eres sujeto de protección. Cuando se le cancela a una persona agredida a pensarse, en primera instancia, como víctima, se le borra de la escena.
La tramitación gubernamental del conflicto ha elegido unas víctimas y borrado otras. El Presidente y otras voces políticas oficiales han reconocido que en las protestas se expresaron necesidades legítimas y que habían distintos grupos (que han clasificado y reclasificado durante estos días) en ellas. A la vez, para construir la narrativa que todo fue violencia, los actores específicos que se han representado se han descrito principalmente como personas que realizaron actos “vandálicos”, como “delincuentes”, como vulgares, como sujetos que interrumpieron la tranquilidad de las familias en un domingo de descanso.
Las palabras tienen contexto y referentes. Piñera en Chile y Moreno en Ecuador, y muchos otros, también nombraron vándalos, zánganos y delincuentes a quienes se manifestaron en sus países durante los estallidos sociales respectivos, que fueron gestionados de forma profundamente sangrienta. El discurso que clasifica de ese modo, en contextos como el que estamos viviendo, hace poco favor a la gestión política de la situación y más bien muestra desinterés por ello o se constituye directamente en una barrera. Eso reproduce también la ficción de que los reclamos legítimos son los de los “buenos ciudadanos”. Sugerirlo es un lugar tan común como clasista.
Si quienes se manifestaban eran vándalos, lo es también una buena parte del pueblo empobrecido. En algunas de las imágenes que se han transmitido en la televisión nacional para complementar el discurso del vandalismo se ven jóvenes comunes y corrientes, vestidos con la ropa que seguramente les envían las mismas familias que remesan y a través de las cuales el Estado sobrevive con lo que recauda en los comercios en MLC. Los actos delictivos deben evitarse, juzgarse, condenarse. Y eso es algo distinto a la producción de algún tipo de clasificación arbitraria de buenos ciudadanos vs malos ciudadanos que redunde, además, en el borramiento de unas violencias y la visibilización de otras. A ninguna víctima se le puede cancelar, como pasó con Diubis Laurencio Tejeda.
Ese es el nombre de la única persona muerta en las manifestaciones que se ha comunicado oficialmente. La nota informó que “resultó fallecido el ciudadano Diubis Laurencio Tejeda, de 36 años de edad, (…) con antecedentes por desacato, hurto y alteración del orden, por lo cual cumplió sanción”. Los antecedentes penales de Laurencio Tejeda son completamente irrelevantes para los hechos, como lo son la forma en que una mujer iba vestida o si tenía o no condena judicial al momento de un feminicidio. Comunicar de ese modo una muerte expropia a la persona de su condición de víctima como si no mereciera duelo. No hacía falta, no hace falta.
¿A dónde va y a dónde puede ir el 11-J?
Es posible ver un claro arco de transformación en el discurso político institucional en los últimos días. De la “orden de combate” del 11-J se ha transitado progresivamente a un lenguaje de conciliación y llamado a la solidaridad, la unidad y la paz. Eso importa.
En este momento y en lo adelante, es imprescindible la búsqueda de soluciones políticas. El día 14 de julio se anunciaron nuevas medidas de parte del gobierno. Una de ellas libera de impuestos aduaneros y límite de cantidad la entrada de medicamentos, alimentos y productos de aseo por parte de personas viajeras. Eso amortiguará algunas necesidades domésticas de quienes tengan familias o personas cercanas en el exterior y puedan viajar a Cuba. La medida es importante no solo por su contenido sino porque responde a un reclamo de cubanos y cubanas de dentro y fuera de la Isla. También se anunciaron cambios de regímenes salariales en el sector estatal y de acceso a la “libreta de abastecimiento” (cartilla racionada de distribución de alimentos) de quienes no residan en los territorios donde tienen registro legal.
Esas medidas deben entenderse como parte de esta coyuntura, pero no responden a ella en sentido amplio. Es imprescindible un programa extenso de discusión y transformación política que permita metabolizar las protestas. Las estrategias más necesarias en este momento son, sobre todo, las estrategias distintas; y más aún contando con que el cambio de la política de Estados Unidos se ralentizará ahora más. Es urgente construir una trama más incluyente, reconocer no solo la legitimidad de las demandas sino la forma de expresarlas, imaginar diversidad de soluciones y continuar traduciendo el hartazgo en potencia cívica para plantear soluciones colectivas que, por otra parte, contengan la instrumentalización de todas las partes de lo comenzado el 11-J.
Aunque las protestas han causado conmoción y mucha enervación y tristeza políticas, ellas no han sido la causa. Una sociedad no se rompe con un estallido social. Es más bien al revés. Cuando el estallido social se produce, es que la sociedad ya estaba rota. Ya había estallado, silenciosamente. Por más que se escenifique, no habrá vuelta a una total “normalidad”. Las protestas no terminaron cuando las personas dejaron de estar en las calles. Distintos sectores probaron su cuerpo en el espacio público y esa experiencia se continuará procesando en las casas, barrios, portales, contenes, cuerpo adentro.
Las crisis verifican quiebres, y los quiebres, pérdidas. Pero las pérdidas pueden tener también un efecto transformador y producir una reflexión sobre el sentido de la comunidad política, sobre los lazos y no solo sobre la fractura, sobre la conciencia de que mi destino no es separable del tuyo y de que Cuba es solo hasta cierto punto mía, nuestra, porque también es de otros, de otras. Si el poder político recupera o afirma dogmas, lo que hará es dinamitar puentes y volver intraducible la rabia política de, al menos, una parte del pueblo al que se debe. La pregunta sobre lo bueno y lo justo para Cuba, es hoy más que antes una pregunta abierta. Las respuestas son hoy, también más que nunca, incapturables en una foto fija y en un solo timbre de voz.
*artículo publicado originalmente en OnCUba News el 17 de julio de 2018.
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